LA CIUDAD DE LOS FAROS
10 de April de 2022
Caen las luces al atardecer, desde Piquío el mar entre azul y gris es inmenso y los matices rojizos, de ese cielo que algunos días nos regala Santander, hacen que el paseante deje a un lado sus pensamientos para deleitarse en ese paisaje tan reconocible como misterioso. Las luces de algunos barcos que regresan a puerto me llevan a otras luces blancas que, con una cadencia especial, me recuerdan que vivo en UNA CIUDAD DE FAROS.
Y han sido participes de tantas historias hermosas y también crueles, culpables de leyendas y supersticiones, auxiliaron en noches oscuras y mar bravío a muchos barcos zarandeados por las aguas, testigos del nacimiento y desarrollo del Sardinero cuando aquella ciudad balnearia era la imagen de largos y saludables veraneos. Cuantos recuerdos guardan los faros, que nos contarían sus fareros, cuantos miedos, tristezas y emociones vivirían, cuantos temporales y galernas harían que sintieran que sus vidas eran como una hoja a merced de la enojada naturaleza. Los faros han sido inspiración para pintores, fotógrafos, cineastas y relatores de la evocación. Son memoria de otros tiempos.
Desde Piquío contemplamos a nuestra izquierda el Cabo Mayor, ese elegante brazo de tierra que se introduce en el mar y al otro lado el extenso litoral trasmerano e imaginamos al fondo Bareyo y Arnuero y en medio la inmensidad con las islas de Mouro y de Santa Marina y también la península de La Magdalena con todo lo que guarda y entre ambos territorios, desde donde nos encontramos, imaginamos la bocana al puerto.
El centelleo del Faro de Cabo Mayor me devuelve a la realidad, resplandece con una cadencia familiar, oscuridades y reflejos que se repiten en el tiempo. Esbelto y elegante, se levanta por encima de todo, es necesario, está allí desde 1839. Recuerda para siempre al marino Felipe Bauza, uno de los protagonistas en 1789 de la Expedición naval de Malaspina y Bustamante y, más adelante, como ingeniero, autor del proyecto del faro. Un ilustrado que como tantos debió exiliarse a Inglaterra donde murió, cuando ser liberal era un delito.
Otro resplandor me hace girar la mirada a la, tantas veces fotografiada, isla de Mouro, que fue Mogro, hasta la transcripción del cartógrafo portugués Pedro Teixeira en el siglo XVII. La isla, siendo Juan de Escobedo procurador del regimiento santanderino del castillo de Hano contemplaría intrigas, no aclaradas, entre Felipe II y Juan de Austria, y viviría en el siglo XIX en plena guerra de Independencia, la instalación de potentes piezas artilleras por tropas inglesas con el fin de destruir aquel castillo situado en la península de la Magdalena. Alcanzo desde donde estoy a ver pequeños barcos de recreo contorneando la isla. Probablemente es una de las imágenes icónicas de santanderinos y visitantes que buscan el faro como fondo de un recuerdo. Fue inaugurado en 1860 y leemos que estaba maldito. Las olas le acarician, pero cuando el mar se enfada, le zarandean y le golpean violentamente en un retrato que todos los santanderinos tenemos grabada en la retina.
Y allí al fondo donde acaba la tierra, en Bareyo brilla otra luz, hoy se ve bien entre la bruma y la lejanía, me dice de la existencia del faro de Ajo, que ya no es blanco y quizás, fue frívolamente tratado hace muy poco. Permitió cuando los faros eran modernos continuar la navegación hacia oriente. Fue inaugurado en 1930.
La fantasía me convierte en marino que en su barco intenta traspasar la bocana para alcanzar ese puerto al sur ayudado por esa luz del faro de la Cerda. Lo necesito para evitar el naufragio, pero la realidad me devuelve a tierra, y esta me lleva físicamente a entrar en el recinto de la Magdalena hasta ver ese faro levantado en 1870, en el lugar donde se encontraba el castillo de Santa Cruz de la Cerda que protegía nuestra ciudad de ataques marítimos. Los veraneos regios dieron otro aire, dicen que Alfonso XIII buscaba ansiosamente su luz cuando navegaba por aquellas aguas.
Enfrente el islote de la Horadada, en donde un pequeño faro o baliza indica el camino correcto hacia el puerto protector. En el 2005 un temporal echó al mar el arco natural por donde habían entrado en el S. VIII las cabezas de los mártires Emeterio y Celedonio que desde Calahorra arribaron a nuestra ciudad. Cuantas historias detrás de estos lugares.
En los faros habitaba el farero o torrero, ya no es necesario, la tecnología los ha apartado y su enigmática y solitaria figura queda para el recuerdo. Fascinaron faro y torrero, entre otros a Julio Verne, Virginia Wolff, Baudelaire, E. Allan Poe, Hooper, Cernuda, Neruda, Eggers, Dis Berlín, Úrculo, Pérez Villalta, de la Hoz, Villar, Huete, Rábago… y especialmente a nuestro Eduardo Sanz que dedicó parte de su vida a dibujar los faros españoles y nos dejó ese legado para la divulgación y el disfrute en la sala Cabo Mayor de ese faro. A él dedico estas letras. Tres faros en la costa santanderina, una baliza y el de Ajo en la distancia, probablemente no existe otro lugar con tal cantidad de torres luminosas.
Probablemente no existe otro lugar como Santander, con tal cantidad de torres luminosas
Inspiración para muchos pintores, fotógrafos y también relatores de la evocación.
Fuente: El Diario Montañés, 10 de abril de 2022